Los cuatro elementos del mundo

Los cuatro elementos del mundo

La ciencia traiciona. No es cierto lo de los átomos y las células. Estamos formados por Aire, Agua, Tierra y Fuego. Los Antiguos tenían razón.

Por lo menos es así en el caso de nosotros, ilustradores argentinos de libros para niños.
De Aire, en el tablero, volando al crear.

De Agua, tratando de sacar imposibles branquias para respirar en las profundidades oscuras de las peleas por los contratos o la falta de reconocimiento.

De Tierra, cuando cual maestro rural bajo el ombú, educamos en disertaciones o artículos como éste el 2+2 es 4 de nuestros derechos sobre nuestras obras. De Fuego, cuando ante anécdotas como las que más adelante se cuentan, hay que tirar unos tiros al aire, pegar unas patadas en la tierra y agitar un poco las aguas… ¡qué tanto!…

Aire

Pensamientos míos a la hora de elegir un color:

«…el octavo de los nueve personajes de la doble página no sé si será niña o niño, no importa, eso se verá a medida de ir componiéndolo. Veamos, el color predominante del primer personaje fue azul, el del segundo rojo, el tercero otro azul, cuarto violeta, quinto amarillo, sexto verde y séptimo naranja. Pruebo con verde oscuro para el octavo pero compite mucho con el sexto. La pollera del personaje naranja es azul, así que descarto el azul…¿rojo? como el porno argentino, no, porque el pelo del naranja es rojo y se encimaría con el que estoy concibiendo. Pruebo con un violeta más oscuro y azulado que el del cuarto personaje. Queda bien porque contrasta con el rojo del pelo y el naranja de la piel del séptimo personaje, que se le superpone un poco. Las facciones tienen que predominar en rosado porque éste está contenido en la esencia del violeta de fondo y, a la vez, usé poco este color en el resto del dibujo, por ende se va a destacar sin molestar al resto. El cuello lo hago de otro violeta. La remerita de un rosa eléctrico con el cuellito rojo, que hace juego con el sector de círculo de la boca y el que formará el pelo. Los pantalones vuelvo a hacerlos rosas… no me gusta… retiro el rosa porque opaca mucho. Pruebo: ¿azul, como si tuviera un jean?, no, ¿rojo?, no, se satura de rojo el todo…»

El pensamiento que arriba transcribo es un pobre pellizco de la cantidad de operaciones concientes e inconcientes y del sinnúmero de saberes que entran en juego al dibujar.

Amante de Kandinsky, Mondrian y Delaunay, generalmente uso para mis dibujos colores rutilantes y formas geométricas. Enamorado de los impresionistas y de Van Gogh, busco composiciones xxx que apelen a la impresión y que, vistas de cerca, puedan desmenuzarse en formitas y trocitos de color.

Trece años de carrera me han hecho pasar por la caricatura a lo Asterix, el realismo, ciertas chanchadas expresionistas de lo más psicóticas, el dominio y abandono de las fibras, el encuentro y desencuentro con los lápices, las ceras, témperas y tintas, el manoseo de los papeles, el descubrimiento y rechazo de las telas, la difícil relación con los pinceles, el eterno idilio con el Sr. Canson y las tijeras…

Tan importante como todo lo anterior son las Musas. Creo en ellas y amo a los griegos por haberlas concebido. La inspiración existe y reniego de toda la intelectualidad que da importancia sólo al trabajo, éste y las Musas se llevan de maravilla. Soy cursi, kitsh, pacato y romántico: digo que de esa unión sale la Creación, así con mayúsculas.

Cuando uno encuentra ese color, esa forma, esa composición, la sensación es etérea, sublime, se siente flotar y volar en el aire.

Estoy seguro que cualquier creativo ha sentido estas sensaciones con goce de triunfo. Usando como ejemplo a la gente del campo: Sergio Kern venciendo los misterios del chip en su computadora, Nora Hilb viendo como se expande la mancha de tinta que formará la sombra perfecta. Recuerdo un dibujo de Juan Lima en dónde había arena pegada en sugerente emplasto u otro de Ana Göbel con aceite formando burbujas tras un vidrio, hallazgos que, imagino sin temor a equivocarme, provocaron en sus autores una sensación excelsa, dionisíaca, gozosa.

Agua

Discusión con una editora ante una tapa que le presenté hace unos años:

-«Este verde debería ser gris».
-«Ese verde no lo modifico».
-«No, no, no, este verde debería ser gris, no te cierres al cambio».
Afirmación de otra editora a una colega:
-«En esta editorial tenemos un problema personal con el fucsia».

Hoy pregunté cómo se formaba un rayo. Me explicaron de la atmósfera y la fricción del aire y las nubes, el positivo y el negativo, los protones y electrones del átomo … yo sabía de antemano que no iba a entender absolutamente nada.

Me vislumbré como un Cro-Magnon lento e ignorante pero de inmediato vinieron a mi mente todas esas operaciones que hago en el momento de decidir que tal color es mejor que tal otro, abstracción tan grande para un físico de petardas como lo son para mí los fenómenos eléctricos que desembocan en el rayo.

Claro. A este físico, conciente de la especificidad de lo profesional, no se le ocurriría rebatirme, con ínfulas de conocedor, una combinación cromática, tal como yo jamás le discutiría la función del protón.
Quienes están en lugares de poder de muchas editoriales en Argentina, sí.

Uno de los mayores problemas que en estos últimos años transita nuestro autóctono campo de los libros para niños, es la casi desaparición de los directores de arte. Así, el juicio sobre las ilustraciones es emitido más de una vez por, a lo sumo, recorredores de museos y fascículos, sabios en lides más próximas al texto o al comercio. Frases como las del copete son dignas de un cuento de Macedonio Fernández, pero pertenecen a la cruda realidad que debemos escuchar resistiendo, en partes iguales, risa y bronca.

¿Más anecdotario?
De una directora de arte de profesión docente:
-«¿Por qué hacés las caras tan feas?»
De un director de colección de profesión periodista:
-«A esta mochilita tenés que agregarle un bolsillito».
De un editor a otro, en sordina:
-«No le digas que el dibujo está lindo, a ver si se agranda…»
De una directora de colección de profesión ignota, ante un dibujo a lápiz:
-«Usá tintas»
-«Trabajo con lápices, para aprender a usar tintas necesitaría un tiempo que no tenemos ni usted para esperar que yo aprenda, ni yo para autobecarme… además ni tengo dinero para comprarme el set de tintas».
-«¡¡¡USA TINTAS!!!»

En fin, después de hacer jugar todas las intuiciones y saberes de años de profesión y sentir el volar sublime del hallazgo viene el momento de la entrega.
No niego ¡válgame Dios!, el reconocimiento, respeto, regocijo y entusiasmo tantas veces sentido de parte de tanto sesudo, sensible y apasionado editor, escritor o demás personal que incumba, pero ¿porqué otras tantas veces debemos sentir el hondazo disparado por otros tales, que nos sumerge en las oscuras profundidades abismales de ese mar profundo, oscuro y viscoso del «opino porque tengo poder y algo tengo que decir?».
Desde la asfixia que genera estar hundido en esas aguas, es que debemos explicar -profesionales puestos en lugar de legos a legos puestos en lugar de profesionales por obra y gracia del escritorio que media-, los porqué de la inconveniencia de modificar la creación.

Mea culpa. Legitimados por nosotros mismos, los ilustradores, tras años de no poner límites, temerosos de perder el trabajo en un país en donde éste se hace cada vez más ralo, estos ejercicios de poder y sumisión enquistaron conceptos erróneos y costumbres injustas.

Por obra y gracia de la tradición (que no de la Ley), en la mayoría de los libros para niños se reconoce como autor sólo al escritor, quedando el ilustrador en segundo plano.

Al no considerárselo autor, no se lo considera creador; al no considerárselo creador la obra queda relegada al lugar de simple mercancía; al quedar como simple mercancía no tiene derechos de autoría; al no tener derechos no merece ser reglada por contrato; al no mediar contrato alguno se cierra cualquier posibilidad de negociación; al cerrarse las posibilidades de negociar, la monolíticamente única alternativa de pago es contra entrega de una simple factura (una sola vez y de por vida, aunque el libro tenga miles de ediciones); al pagarse de esa manera el ilustrador pasa a ser un simple proveedor, no se lo aprovecha como objeto de promoción (aún cuando es harto sabido que el lector compra a partir de lo visual) y los originales adquieren el mismo rango que una silla o un chorizo y así pueden ser fragmentados, manoseados, ensuciados, engrasados, emparchados, rayoneados, corregidos e incendiados… Y no exagero ni un ápice. Juro que en mi historial y el de mis colegas, tenemos ejemplos al pie de cada una de las afirmaciones que denuncio.

Esta falta de conciencia del ilustrador como autor también viene inconcientemente avalada por la crítica, que en los pocos espacios que tiene en los medios de nuestro país, se ocupa casi solamente de lo escrito que de lo dibujado, ya que, sin especialistas en el campo, toda opinión queda reducida a dos o tres palabras apreciativas del tipo «dibujos lindos o feos, pasteles o coloridos, hechos con tal o cual técnica y que acompañan bien o mal al texto». Punto. Eso es todo lo que se dice de la parte gráfica del libro. Eso es todo lo que se dice del 50 % del producto final que representa el género.

Es cierto que los ilustradores no acostumbramos a hablar o escribir reflexiones sobre nuestra propia producción, quizás porque nuestro lenguaje sea de imágenes, quizás porque no nos animamos o no queramos. Pero también es cierto que generalmente no es el creador quien habla de su obra, eso es función de la crítica y de la investigación. Y éstas se siguen especializando en textos y no en imagen. Y cuando se habla de libros para chicos se habla de productos, casi en el 90 % de la producción editorial, plagados de imágenes.

Tierra

Breve descripción de tantos libros publicados en Argentina

TAPA: Título del libro, nombre del escritor, logo y nombre de la editorial con fondo de dibujo a todo color.
PORTADILLA: Título del libro, nombre del escritor, nombre del ilustrador en tipografía más pequeña y precedido de la palabra «Ilustraciones:», nombre de la colección, logo y nombre de la editorial.
CUERPO CENTRAL: Una frase de texto de 8 palabras promedio por doble página íntegramente ilustrada a todo color.

La situación hace agua, pero somos expertos nadadores y repito, (que corro riesgo de ser dilapidado), también hay preciosos ejemplos de editores, escritores y otros transeúntes de este mundillo que, salvavidas en mano, nos quieren, miman, comprenden, apoyan y se abren al diálogo, ayudándonos a salir de un dramatismo que apabulla.
Llego a la orilla. Vale la pena una cronología pisando la tierra firme de la historia.

Principios de los ´90. Cocina de la casa de Nora. Siete ilustradores y el deporte argentino por excelencia: la queja. Considerados meros proveedores y no autores, no nos devolvían los originales en ningún lado, no pedían ni permiso para volver a publicar un dibujo, no aparecíamos en tapa, o si lo hacíamos era en letra más pequeña que el escritor.
¡Oportuna cocina!, queja, pataleo y pucherito (1) fermentaron en bronca, hartazgo e impulso, ingredientes necesarios para salir del corralito mudo del tablero. De la mano del intercambio de información, opiniones y catarsis, llegaron la autovaloración profesional, la conciencia de los derechos intrínsecos, la voz y el voto.
Mediados de los ´90. Las reuniones más frecuentes y concurridas obligaron a pasar de la cocina a un bar, significativamente llamado «El Taller». Muchos más ilustradores ante el inevitable karma histórico nacional: la lucha.
Las negociaciones en las editoriales que desconocían nuestros derechos fueron nuestras «batallas»; conferencias, charlas, cursos en escuelas, bibliotecas, ferias, congresos, virtuales «tiendas de campaña»; ilustradores viajeros por el exterior, que difundían los valores locales y volvían con la información de otras realidades eran nuestros «emisarios»; leyes que desconocíamos pero que existían y nos amparaban, un contrato-tipo que -aunque poco usado- pudo elaborarse y distribuirse, la calidad de la producción creativa, fueron nuestras «armas».
Inspirada en hechos señeros (la efímera pero fructífera D.A.P.I. -Dibujantes Argentinos de Publicaciones Infantiles-, las exposiciones de 1984, ´85 y ´90), la lucha se organizó sin planearla, anárquicamente, con obstinación, persistencia y certezas, sin guerras.
Elaboración de estrategias, canalización de inquietudes, tramado de acciones, gestación de proyectos. Nada más simbólico que «El Taller» como lugar de trabajo, enseñanza y aprendizaje, en suma: crecimiento.
Fines de los ´90. Antesala de la Feria del Libro Infantil. Cuarenta y nueve ilustradores y un sentimiento muy argentino: el orgullo. Legitimado por la inauguración de la «II Muestra Anual de Ilustradores de Libros para Chicos – Buenos Aires ´99» (2); por el reconocimiento de derechos de autor en algunas editoriales; por el haber conseguido que en casi todas devuelvan los originales; por que en la mayoría figuremos en tapa, en algunas con tipografía igual a la del escritor; por el nacimiento del «Foro de Ilustradores», institución ya con nombre propio que nos nuclea; por la participación cada vez más asidua en catálogos, exposiciones y fondos editoriales internacionales; por escribir cada vez más de estos artículos.
El orgullo es tanto consecuencia de las «victorias» conseguidas, como de las «derrotas» que no conseguirán hacernos bajar los brazos (no me sumergiré de nuevo para repetir que mucho de lo antes denunciado sigue pasando en algunos lados).
Cocina, taller, antesala.
Inconscientemente, la historia trazó una geografía, un mapa, un camino.
El nuevo milenio parece depararnos una puerta hacia un salón principal, donde la co-autoría no se discuta ni en la mesa de negociación ni en la tapa, donde el original no se confunda con los derechos de reproducción, donde volver a publicar o retocar una ilustración sin permiso sea un inimaginable disparate.

Fuego

Fragmento de la introducción del Catálogo de la Muestra Internacional de Sàrmede, escrito por la crítica portuguesa de Ilustración de Libros para Niños María José Sottomayor, Sármede, Italia, 1994:

«…Este año, la Muestra de Sàrmede ha invitado ilustradores de países presentes por primera vez (…) Istvan, portando desde muy lejos la sugestión del movimiento a través del color, el collage y la pintura, incorporándolos de una manera distinta, como un enorme desafío, en una recreación del arte autóctono…»

-¡¿QUEEE?! ¡YO NO TENGO NADA QUE VER CON LO AUTOCTONO!. Dije, al leer por primera vez el párrafo que introduce este segmento, demostrando tener bien aprendida la lección prejuiciosa y discriminatoria de mis típicos años de escuela primaria en los ´70 de la dictadura militar, donde el arte venía de Europa y lo autóctono quedaba reducido a las puntas de flecha que pudieran encontrarse a orillas del Paraná.
Después tuve la oportunidad de hablar con María José Sottomayor (que, a partir de allí, me honra con su amistad) y ella me explicó cómo, y en qué gran medida, en las ilustraciones de creadores latinoamericanos se notaba el sol al que nuestras pupilas y nuestro inconsciente están acostumbrados casi cotidianamente, en oposición a la llovizna, lluvia o nieve en que durante tres cuartos de año se crían un holandés, un ruso o un checo.
Yo me quedé atónito. Toda la vida tratando de aprender alguna triquiñuela del holandés Van Gogh, del ruso Kandinsky o de la checa Pacovská, y resulta que el sol del continente se filtra en mis dibujos con más fuerza que todo lo otro.
Acicate y entendimiento de nuestra esperanza, ahí encontré contestación, por fin, a una pregunta de un editor belga que me había quedado reverberando por años: «¿Qué pasa en Argentina para que estas ilustraciones existan?».
La respuesta era: «Hay sol».